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JOAQUÍN SANTO MATAS:
No creo yo que muchos alicantinos sepan hoy en día algo sobre Francisco Figueras Pacheco al margen de darle nombre a un conocido instituto de Secundaria y a una calle del barrio periférico de Virgen del Remedio. Y sin embargo nos encontramos ante una personalidad que forjó su vida al servicio de la cultura con el hándicap de ser ciego, lo que no fue óbice para que con veintisiete años lo nombraran cronista oficial de Alicante, cargo que desempeñó durante más de medio siglo, entre 1908 y 1960, con la monarquía alfonsina, la II República y el franquismo que supieron respetarlo.
Parecía que los ciegos estuvieran condenados a triunfar casi exclusivamente en la docencia menor o en el mundo de la música, culturalmente hablando. Es cierto que ha habido algunos grandes escritores que perdieron la visión ya adultos y consagrados como John Milton o Jorge Luis Borges, y si a nivel mundial recordamos a Joaquín Rodrigo, que era valenciano, en Alicante hubo músicos ciegos importantes como el compositor Rafael Rodríguez Albert y el violinista Tomás Aldeguer, ambos represaliados tras la guerra civil por izquierdistas, sufriendo destierro el primero y hasta cárcel el segundo de ellos. Aunque madrileño, el pianista José Ortiga pasó casi toda su vida en Alicante y fue un intérprete de fama internacional.
El 13 de diciembre, festividad de Santa Lucía, por paradojas de la vida patrona de los invidentes, del año 1880 nacía Francisco Figueras Pacheco en la alicantina plaza de San Cristóbal, hijo del escritor y periodista Francisco Figueras Bushell. Ya matriculado en la Facultad de Derecho de Valencia sufrió una dolencia visual grave que lo dejaría ciego a los dieciocho años. Pero, huérfano de madre y con su padre también invidente, supo rehacerse, memorizar los temas que le leía su hermana Matilde y con un espíritu digno de encomio, licenciarse en 1907 en la capital del Turia, como alumno libre y costeándose clases particulares para ir formándose.
Admira saber que tres años después consigue el doctorado por la Universidad Central de Madrid con la tesis Filosofía de la guerra, lo que le anima a prepararse una cátedra. Convocada la de Derecho Natural en Valladolid, opta a ella. Lo apoyan su antiguo profesor del instituto alicantino y famoso pedagogo Hermenegildo Giner de los Ríos y el alcalde de Madrid y diputado por Alicante José Francos Rodríguez que en el Congreso manifiesta que, al no existir legislación que lo prohibiera, no habría obstáculo para que un ciego fuera catedrático universitario.
Pero he aquí que surge la figura del liberal Amalio Gimeno y Cabañas, natural de Cartagena por encontrarse allí destinado su padre, que era militar, de hondo prestigio en el campo de la Medicina en la que se licenció con veinte años, obtuvo el doctorado con veintidós y la primera cátedra de Patología en Santiago de Compostela con veintitrés, a la que le siguieron otras en Valencia, donde estudiara la carrera por traslado de su progenitor, y Madrid, siendo además un acaparador de cargos públicos al que Joaquín Sorolla premió haciéndole un retrato genial, como todos los suyos. Fue nada menos que ocho veces ministro de cinco carteras diferentes y tan dispares como Marina, Fomento, Gobernación, Estado e Instrucción Pública.
Al frente de esta última, el 10 de enero de 1912 promueve una Real Orden mediante la cual se prohibía a los ciegos poder acceder a una cátedra universitaria por el caso de Figueras el cual, poseedor de todas las bazas para lograrla, es condenado al ostracismo y ha de volver a Alicante quedando en nada su esfuerzo. El escándalo político, como casi todos, tuvo repercusión nacional pero se diluyó en el tiempo como azucarillo en el agua.
Sin embargo, otra vez se rehizo con una magistral fortaleza y entonces se dedicó al mundo de la arqueología, la geografía y la historia con un tan admirable como amplio currículum de excavaciones, estudios y publicaciones.
El todoterreno Amalio Gimeno, se cruzaría también negativamente, puede que esta vez sin quererlo, con el más íntimo amigo de juventud de Figueras Pacheco, el escritor Gabriel Miró, condiscípulo en el Bachillerato y luego vecino suyo en el barrio de Benalúa. Resulta que a entidades religiosas como la Asociación Católica de Propagandistas, fundada, entre otros, por el jesuita Ángel Ayala, antiguo alumno del oriolano colegio de Santo Domingo, al igual que lo fuera Miró, no le gustó nada que éste escribiera Figuras de la Pasión del Señor con la excusa de que sólo los eclesiásticos estaban llamados a tratar literariamente estos temas. Menos aún agradó más adelante a la Compañía de Jesús que en la novela El obispo leproso, ambientada en la sede de la diócesis orcelitana, su titular fuera jesuita.
Cuando tres insignes escritores como Azorín, Armando Palacio Valdés y Ricardo León proponen en 1927 a Gabriel Miró para acceder a un sillón vacante de la Real Academia Española de la Lengua, sobradamente merecido, se movilizó todo el integrismo político y religioso de la época hasta límites insospechados y el bueno de nuestro escritor, además para más inri, y nunca mejor dicho, ferviente católico, se quedó con las ganas, lo que motivó un monumental enfado de su amigo Azorín que se negó a volver a pisar la sede de la RAE.
¿Y saben ustedes a quién se le concedió el sillón de académico destinado a Miró? Pues sí, a Amalio Gimeno, cuyas dotes literarias eran desconocidas a excepción de algunos tratados sobre temas médicos. Sic transit gloria mundi.